Los recuerdos invadían su cabeza según
pasaba, con lentitud, con parsimonia, las últimas hojas de un libro que ya
había leído en anteriores ocasiones, pero que en ésta no quería que acabara.
Se acordó del primer día que pisó las arenas
de Marte. En cuanto puso el primer pie, se sintió más ligero. Era por la
gravedad, más débil que en la Tierra. Se quitó el casco sin temor, sabiendo que
hacía años que Marte había sido completamente terraformado y se podía respirar
un aire más puro incluso que el de su planeta natal.
Tomó una bocanada, con una sonrisa enorme en
sus labios. Por fin, por fin había llegado a Marte. Él, junto a su mujer, que
saldría de un momento a otro del cohete, y unos cuantos humanos más, iba a
habitar una nueva ampliación de una de las ciudades del planeta rojo.
Llevaban tiempo deseándolo, queriendo ir allí
a ayudar a formar un segundo hogar para la especie humana, trabajando en
construcción o minería, conociendo gente tan aventurera como ellos.
-¡Mira, cariño, es precioso! – dijo entonces,
extendiendo los brazos, queriendo abarcar todo lo que alcanzaba a ver.
Nunca olvidaría las primeras palabras que
dijo allí, en la tierra que ahora mismo pisaba, ni la primera impresión del paisaje:
las arenas anaranjadas, con rocas salientes repartidas a cada paso. Las
montañas y colinas al fondo, a la derecha una carretera de construcción humana,
el extenso cielo azul, del color más azul que había visto.
-Sí que lo es… - susurró su esposa, dejando
el casco en el suelo y apoyando la cabeza en su hombro después.
Ahora esa misma esposa estaba a su lado,
mirando hacia arriba con una mezcla de frialdad y tristeza en los ojos, como si
no quisiera que la visión que iluminaba su rostro llegara a su corazón, pero
inevitablemente afectada al mismo tiempo.
Las cosas comenzaron bien. Llegaron pronto a
la casa que habían comprado porque vino un comité de bienvenida. Todos se
estrecharon la mano, se besaron en las mejillas, se abrazaron. Los que ya
llevaban un tiempo habitando allí contaron maravillas sobre lo que les esperaba
– nada nuevo, por otra parte, para los recién llegados, que no habían oído otra
cosa. Les llevaron en sus automóviles hasta sus nuevos hogares, dijeron en qué
calles vivían ellos, les invitaron a tomar limonada.
El matrimonio encontró tranquilidad cuando
entró en la casa, que era blanca y muy nueva, de dos pisos más desván, y con un
precioso porche donde sentarse a leer el periódico, o algún libro. A escuchar
la radio o a ver pasar a los vecinos del barrio.
Caminaron por su hogar sin soltarse las
manos, probando el sofá, los grifos, la televisión, las ropas que venían en los
armarios – las cuales ellos mismos habían seleccionado -, los interruptores,
las escaleras extensibles que llevaban al desván. Todo funcionaba a la
perfección. Todo era, de hecho, perfecto.
Aquél día hicieron el amor como hacía tiempo
que no lo hacían. Se notaban más jóvenes, más idealistas, más sanos, más
cariñosos. Tenían unos días para habituarse antes de comenzar a trabajar, y
todos y cada uno de ellos se entregaron el uno al otro de la misma manera que
el primero, disfrutando al máximo de una felicidad que temían que acabara.
Y había acabado. De aquello quedaba poco
ahora. Se daban la mano. El cariño, el amor, todavía existía, pero era
imposible para ellos sentirse felices ante lo que ocurría frente a sí.
Ella observaba con tristeza a los niños que
bailaban y corrían alrededor del horror, y también a los padres que reían ante
las chiquilladas, decidiendo tener la ignorancia por bandera. Sus propios
vecinos, con los que había tomado el té, estaban ahí, contentos. Sus propias
amigas, de las cuales había empezado a aislarse, con las que había preparado el
pavo del Día de Acción de Gracias, apoyaban sus cabezas en los hombros de sus
maridos y miraban con sonrisa complaciente, como aliviadas.
Apretó más fuerte la mano de su hija, de
apenas siete años. Su única y preciosa hija, que como su esposo, estaba
sumergida en un libro. La mujer, que había decidido leer por última vez en
casa, se negaba a soltar las manos de su familia, obligándoles a pasar las
hojas con el pulgar, haciendo equilibrismos para que el volumen no cayera a sus
pies. Ellos lo entendían, cada uno a su manera.
Bajó la vista. Su último libro seguía donde
lo había dejado antes, con cuidado, casi quemándose la mano. Cerró los ojos, no
podía permitirse llorar, y luego volvió a mirar hacia arriba, donde las llamas
fenecían.
Todo empezó a decaer un día en la playa,
donde las aguas siempre estaban quietas de no ser por la gente que se sumergía
en ellas. Tomaba el sol con una de sus amigas del trabajo, cuando ésta le dijo
algo acerca de que los libros eran peligrosos. Tuvieron un pequeño debate al
respecto, algo que no llegó a nada, y la esposa pensó que siempre hay gente
temerosa, que ve maldad en el saber.
A los pocos días leyó un artículo en el
periódico que hablaba, precisamente, de la maldad que podrían traer los libros
de ficción, la poesía, el teatro: la literatura; y de que había que ceñirse a
escribir meras cosas informativas o para la enseñanza y aprendizaje. Releyó más
tarde, horrorizada, el artículo a su marido. Ambos pensaron de inmediato en una
novela en particular: ¿y si tenía razón?
La volvieron a leer, juntos, y también otras
obras del mismo autor, y de otros autores del mismo género. Miraron, desde el
ventanuco de su desván, las montañas de Marte, y también cómo el miedo invadía
cada vez más las calles. Pero miedo, ¿a qué? ¿A la cultura? ¿Al saber? ¿Al
pensar? ¿Acaso temían que las historias fueran ciertas?
Ciertamente, ellos también lo temían, pero de
otra manera.
Decidieron inculcar en su hija, quizá
demasiado joven aún, con toda la rapidez que pudieron los valores que ellos
mismos tenían. La pequeña era inteligente, tanto como sus padres, y no le costó
demasiado aprender. En la guardería, sin embargo, no les felicitaron por lo
bien que sabía su hija el abecedario, o por cómo leía sin problemas sus
primeras frases.
-Te quiero – se dijeron cuando se decidió
encender las hogueras.
También se lo decían cuando veían algún
brillo extraño en el horizonte. Se miraban a los ojos con preocupación,
preguntándose si sería una de esas ciudades que se suponía que nunca habían
existido. Y en una ocasión se lo dijeron al ver a una mujer rechoncha, de
facciones pequeñas y feas, con las comisuras de los labios manchadas de los
bombones que comía según caminaba, entrar en una tienda de vestidos de novia.
¿Era esa, acaso, la infame Genevieve?
La niña cerró su libro. Había terminado. Miró
a su madre, que seguía con la vista fija en el final de las llamas, y preguntó:
-¿Por qué, mamá?
La madre bajó la vista a su pequeña, y ésta
preguntó:
-¿Por qué el zorro se queda sólo en el
desierto? ¿Qué pasa con el aviador? ¿Por qué es tan importante la rosa? ¿Y qué
tiene que ver el dibujo del sombrero, o el del corderito?
La mujer soltó un instante la mano de su
marido para arrodillarse frente a su hija. Acarició con cariño sus mofletes,
observando con admiración sus ojos curiosos, y se obligó a sonreír.
-Algún día lo entenderás, amor – dijo – Lo
que tienes que hacer es no olvidarte jamás de la historia, ¿vale? ¿Me lo
prometes?
La pequeña asintió un par de veces con la cabeza,
y vio en el rostro de su madre el orgullo que sentía por ella, pero también le
pareció ver que sus ojos se empapaban en lágrimas. No entendió hasta años más
tarde, cuando llegó a la adolescencia, el por qué de esas lágrimas, ni de la
importancia de que recordara bien la historia. Tampoco el abrazo triste que le
dio su madre aquella noche, ni el beso en la frente antes de dormir, sin cuento
antes.
-Ahora tengo que dejarlo ahí – dijo, mirando
el montón de libros ennegrecidos.
Su madre la dejó libre, y la pequeña,
sintiendo algo de pena en su pecho, soltó el libro y luego se alejó corriendo.
Se abrazó a la pierna de su madre, que se había vuelto a levantar y tomaba de
nuevo la mano de su padre. Vio cómo su libro favorito, el último que leería en
su vida, se deformaba y desaparecía.
Finalmente, el hombre leyó la última línea.
Cerró el libro, suspirando. Miró a su mujer a los ojos, intentó esbozar una
sonrisa para animarla, cosa que no consiguió. Observó después la hoguera apenas
unos instantes. Su mano temblaba, y tembló también cuando lanzó el ejemplar en
parábola hasta las llamas.
Lo vio volar un instante, como a cámara
lenta. Vio cómo se abría en el aire con facilidad. Lo había leído tantas veces
que no necesitaba forzarlo para que quedase abierto. Pensó por un momento que
saldría volando. Que las páginas se unirían y trabajarían juntas para aletear,
y que conseguiría huir de una muerte segura.
No fue así. El libro, inerte, alcanzó el
fuego, y sus llamas lo alcanzaron también. El hombre tuvo que apartar la mirada
y cerrar los ojos.
-Tenía razón – dijo a su esposa, apretando su
mano – Ray tenía razón.
-Todos los autores la tienen de alguna manera
– respondió ella.
No dijeron nada más. Su silencio, sin
embargo, no pudo ser cubierto por las risas de los niños que corrían y jugaban,
ni por los comentarios de sus amigos y vecinos. Tampoco el crepitar de las
llamas quemando los libros lo consiguió, por mucho que fuera el sonido más
potente de la noche.
Se trataba de un funeral, al fin y al cabo.
El silencio lo decía todo.
***
Ray Bradbury murió hace cosa de tres años, en 2012. Fue uno de los más influyentes escritores de literatura de ciencia-ficción, fantasía y distópica, siendo sus libros más conocidos Fahrenheit 451 y Crónicas Marcianas, en los que he basado este relato. Consideraba que sus relatos transmitían propósitos morales, y transmite con todos ellos una sensación desconcertante, de soledad y angustia con respecto a lo que pueda ocurrir y, a la vez, con respecto a lo que ocurre, puesto que suele situar el tiempo en un futuro lejano para la humanidad, pero las historias son tan cotidianas que resulta imposible no sentirse identificado.
Como dato curioso, existe un asteroide llamado Bradbury en su honor.
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Bueno, tras otros pocos meses sin actividad, he vuelto gracias a otro de los proyectos de Reivindicando Blogger ^^ Menos mal. Si no llega a ser por ellos, se me muere el blog xD
En fin, este proyecto consiste en homenajear a un escritor mediante un relato, y he escogido a Ray Bradbury dado que me ha hecho pensar en muchas cosas y su estilo, junto con los temas que eligen, me encantan. Me parece un hombre adelantado a su época, y del que se puede aprender mucho gracias a sus libros.
Espero que os haya gustado, y a ver si os anima a leer algo de él, que merece mucho la pena ^^
Muchísimas gracias a todo el que lo lea, y también a todo el que comente. Sois unos amores.
Y a los seguidores habituales del blog, disculpad la inactividad. La uni me tiene muy atrapada, pero dentro de poco terminaré de escribir Carne entre los dientes y podré ir publicándolo ^^
¡Un abrazo a todos! ¡Sus quiero!
Para más homenajes, clickad AQUÍ, que hay muchos autores ^^
Que chulada de homenaje, me ha encantado. Ahora tengo ganas de leer a Bradbury *^*
ResponderEliminarEn serio,muy guay :D
Ay, me alegro mucho ^^ Tanto porque te haya gustado como porque quieras leer a Ray Bradbury :P Te recomiendo que leas Crónicas Marcianas porque calidad, calidad absoluta *O*
EliminarMuchísimas gracias por comentar, Aru, y por leer :D
¡Un abrazote!
Recuerdos, alegrías, penas. Este homenaje lo tiene todo. Qué decir de ti, salvo que eres genial y que adoro tu forma de escribir.
ResponderEliminarNunca dejes de hacerlo, pues, algún día, la humanidad te lo agradecerá.
Deivid León
Me encanta Ray Bradbury y creo que has hecho un buen homenaje, de verdad. Y casi me haces llorar con ese final, has conseguido que tenga los mismos sentimientos que cuando leí Fahrenheit leía cómo quemaban libros y cómo debían aprenderse su libro favorito porque dejaría de existir al ser quemado. Precioso. Me ha gustado un montón. Y eso, que me encanta y has tocado mi fibra sensible.
ResponderEliminarComo fan de Bradbury no me queda más que aplaudir. Combinaste muy bien sus dos historias emblemáticas y hasta te diste el lujo de incluir El Principito! Eso sí fue un golpe bajo, me hiciste emocionar.
ResponderEliminarBradbury es uno de mis favoritos de mi infancia gracias a mi papá. Me gusta muchísimo su estilo y el tono melancólico que tienen sus cuentos. Aparte de las Crónicas, mi favorito es El Hombre Ilustrado.
Llego una vida y media tarde pero bueno, no paaaasa nada. No esperaba menos de ti Miso, una pasada de verdad. Me ha gustado muchísimo, que lo sepas. Espero poder leerte más a menudo y con más constancia este verano amiga mía, un saludo.
ResponderEliminarTu amore Epo.
Diox mío, cuando me pasé por Blogger (de pura chiripa, ya ni me paso) y me enteré que habías publicado, AY DIOX MÍO LA EMOCIÓN.
ResponderEliminarAntes de seguir fangirleando, sin embargo... ¿quién soy?
...
¡SOY BATMAN!
... Nah, mentira xD Soy Pao, ná más me he cambiado el nombre. Y creado un blog completamente distinto... supongo que era justo lo que necesitaba, ¿sabes?
En fin, volviendo al relato... creí que los ibas a matar o algo D: Me parece una situación un tanto desesperante la de vivir en marte.
Aliens y composiciones,
Amaya (Pao)