1 jun 2018

Por qué odio el invierno


A mí también me aplasta el verano contra el sofá:
el calor se tumba, pesado, sobre mí, y cuando salgo a la calle también el sol decide fundirme la piel a base de abrazarse a mí aunque lo rechace.
Claro que luchar contra el termómetro se vuelve imposible, que los helados y la ropa ligera se quedan escasos, que las piscinas nunca fueron de mi agrado y el mar, ah, el mar amado, me provoca tal respeto que sólo con verlo de cerca me encojo.
Pero Dios, cuando llega septiembre, cuando veo el atardecer cayendo cada vez más pronto, arrancándome la luz aunque la garre, impasible ante mi petición de cinco minutos más, por favor, sólo cinco minutos más.
Cuando salgo en pantalón corto y llego a casa con las piernas frías, y a la noche otra vez acudo a las chaquetas, y ya no me vale con dejarme caer sobre la cama sino que tengo que abrirme paso entre las sábanas.
Cuando eso pasa, siento el invierno echándome de las calles hacia casa. Me imagino tiritando bajo las mantas al acostarme, demasiado caliente al despertar, el pasillo hacia la cocina un glaciar que rechaza mi piel tibia que se pone primero roja y luego azul en la calle, roja de nuevo en el metro, las uñas moradas en clase.
El invierno de manta y peli, de familia a la que no sé mirar a los ojos, de no querer salir de casa, de lugares abarrotados, de ropa sobre ropa y nunca es suficiente porque el frío aún se cuela hacia dentro, hacia dentro.
Pero no os confundáis: no soy una mujer de verano. Nací en otoño, camino a.
Es sólo que en el tedio estival, con sus días estirados a lo ancho como cualquiera sobre el sofá, puedo olvidarme de esos árboles pelados del invierno que tanto hablan sobre mí.

1 comentario:

¡Eh! ¡Ten cuidado conmigo! ¡Tengo una pierna! ¡Y puedo atacarte con ella en caso de no ser respetuoso en tu comentario! Así que vete con ojo...