El primer golpe siempre es el más fuerte. Se lo doy
en plena cara. Siento sus pómulos, su piel, dolor en las manos, toda la fuerza
atravesándome desde los nudillos hasta el hombro. Los siguientes son rutina, más
suaves. Apenas los siento hasta que paro, hasta que agarro al tipo de la
pechera y le acorralo contra la pared. Es ahí cuando me doy cuenta de lo rápido
que respiro y de cómo me duelen los puños.
-No voy a darte nada – dice, todavía mascando.
Gruño antes de golpearle una vez más. Y otra. No
grita. Ninguno de ellos grita. Tampoco cuando le tiro contra el suelo. El cielo
se despeja un instante, lo suficiente para que la luz de los dos satélites
ilumine la escena, para que vea su cuerpo rebotar, su mandíbula mascando, sus
ojos de diminutas pupilas fijados en mí, su rostro lleno de sangre.
-¿Eres una mujer? Quién lo diría – me dice,
esbozando una media sonrisa.
Aplasto su abdomen con mi bota, dejándole casi sin
aliento. El lugar se oscurece segundos después, y me lanzo a por él. Recupera
la respiración mientras busco en sus bolsillos y en cualquier espacio de sus
ropajes. Cuando encuentro esa maldita planta, me aparto de inmediato.
-¿Tú también eres adicta? – me pregunta, incorporándose
– No tienes pinta de serlo.
Le ignoro. Guardo la planta en uno de los bolsillos.
No he tenido tiempo de mirarla, pero creo que por desgracia es pequeña. Tendré
que buscar a otro adicto más esta noche, con esto no es suficiente.
Me alejo del lugar, dejando al jadeante drogadicto atrás.
Oigo cada uno de mis pasos contra la calzada de piedra, oigo el aire entrando y
saliendo de su garganta, y oigo como a pesar de todo sigue mascando y mascando
la planta. Y ese sonido es el único que queda al final. Por mucho que me aleje,
por mucho que me concentre en mis botas pisando el suelo. Los dientes al mascar. Es todo lo que queda.
***
-Lo que está claro, su majestad, es que tenemos que
hacer algo con esos malditos drogadictos. Empiezan a ser un auténtico problema
– dice uno de los consejeros del rey.
-Además no pertenecen a la ciudad. Vienen del
poblado de dentro de las cataratas. No son nuestra gente. No deberían estar
aquí – comenta otro.
-¿Y cómo han llegado hasta aquí? – pregunta el rey,
apoyando los codos en las rodillas y entrelazando los dedos de las manos. Sus
ojos amarillentos, como los de cualquier habitante de esta ciudad, están llenos
de interés.
-Somos los mayores productores de kirey, su
majestad. Vienen buscando eso. Les da igual si tienen que escalar una catarata
o tirarse por ella.
-Pero no la producimos para usarla como droga. La
producimos como planta medicinal. Nuestro reino es conocido como El de los
sanadores por algo – rebate el rey.
-En bruto es una potentísima droga, como bien sabe,
y eso es lo que ellos buscan. Es lo que necesitan. El kirey es demasiado
adictivo.
-¿Y cómo consiguieron kirey en bruto en un
principio?
-Majestad, el kirey brota en el poblado de dentro de
las cataratas de manera totalmente natural. Es un pueblo de drogadictos y cada
vez necesitan más.
-¿Cuáles son las opciones para librarnos de ellos?
-Yo propongo que el capitán de la policía militar
movilice sus tropas para identificarlos y expulsarlos de la ciudad – propone el
consejero que habló primero.
-No me parece una mala idea – responde el rey -
¿Tiene la capitana algo que decir al respecto?
Tomo aire antes de apoyar la mano en la mesa que hay
frente a mí, una mesa alargada y curva, hecha de mármol pulido. Me levanto
lentamente y pongo recta la espalda. Los gestos de sorpresa se extienden por
toda la sala. No soy de la ciudad. No tengo sus ojos amarillos, ni su piel
grisácea, ni sus cuerpos alargados y finos. Soy de piel negra como las pupilas
que me miran ahora mismo, cuerpo achatado y fuerte, y una cola acabada en un
largo aguijón sale desde mis lumbares y llega hasta mis pies.
-La capitana sólo tiene que decir al respecto que
hará todo lo que esté en su mano para identificar y expulsar a los drogadictos
– digo, mirando al rey a los ojos. Él es el único que no se sorprende. Llevo
mucho tiempo trabajando a su lado, no como sus consejeros, que cambian cada
mes.
-Bien, capitana, siéntese – dice, asintiendo con la
cabeza, y obedezco - ¿Tenemos algo más que discutir por hoy?
-Asuntos económicos, su majestad – responde otro
consejero.
-Entonces, capitana, usted puede retirarse.
Me levanto de nuevo, hago una reverencia desde mi
sitio, y abandono la sala con paso firme. Los guardias abren para mí las altísimas y pesadas puertas de la
sala del consejo. Recorro el resto del palacio. Es un lugar enorme, lleno de
luz, con alargadas cristaleras en las que hay dibujadas imágenes de la historia
de nuestra ciudad, nuestro pequeño reino. Las guerras que ganamos. Las que
perdimos. Los años de enfermedad. La época dorada.
Pero no me interesan las cristaleras. Me interesa lo
que se ve a través de ellas: la ciudad. El astro ilumina hoy sus calles más que
de costumbre. Todos los edificios alrededor de palacio son altos, hechos de
piedra pulida, luminosos, con ventanas grandes. A partir de ahí, se van
volviendo más pequeños, menos ricos. A las afueras de la ciudad no hay más que
casas pequeñas y bajas, hechas de madera, con enormes campos de kirey a su
alrededor.
Atravieso los jardines de palacio, con sus preciosas
flores y sus árboles y setos recortados en formas curiosas, como si fueran
animales, o una planta de kirey gigante, o un obelisco.
Fuera están los coches de caballos de los
consejeros. Yo no tengo, no lo necesito. Me gusta caminar. Es bueno para mis
piernas. Y por eso voy por el camino de piedra hasta el barrio rico. Sus gentes
caminan con elegancia, visten con elegancia, hablan con elegancia, huelen a
elegancia. Una mujer mordiendo una nectarina en el barrio rico no se compara
con una mordiendo una pera en el barrio pobre.
La del barrio rico tiene los labios pintados, junto
con sus uñas, y viste un vestido largo, con falda abombada en el trasero y un
apretado corsé. Toma la nectarina con cuidado y sutileza entre sus dedos,
sosteniéndola apenas con las yemas, y le da un pequeño mordisco. Cuando el
líquido sale y se desliza por la comisura de sus labios hasta su barbilla, se
ríe y mira coquetamente a cualquier hombre, que en seguida saca del bolsillo un
pañuelo para que ella se limpie. Y luego ambos ríen con amabilidad y el hombre
la invita a tomar algo, o quizá a dar una vuelta.
La mujer del barrio pobre no lleva nada pintado.
Viste con la ropa que se lleva bajo el corsé, con la falda sucia y rota cerca
de los pies, y va descalza. Agarra con fuerza la pera en su mano llena de
suciedad, y hunde sus dientes dando un gran mordisco, sin piedad alguna. Si el
líquido sale por su boca, se lo limpia con el brazo. Y luego sigue su camino,
sola, comiéndose la pera con ansia.
Si alguien me hiciera elegir una de las dos,
elegiría a la rica. No por cómo come la nectarina, ni por sus labios pintados,
ni por su mirada coqueta, ni porque sea
rica. Simplemente, no tiene piojos.
Termino de salir del barrio rico, llegando a la zona
donde empieza a transformarse el un barrio de clase media, y donde está la
residencia para militares donde vivo. La sustenta el rey, así que no tengo que
pagar nada. Y vivo en la mejor de todas las que hay a lo largo y ancho de la
ciudad, y tengo el mejor piso: el ático. Es lo que tiene ser la capitana de la
policía militar.
Paso la valla, y luego el breve jardín, para acabar
subiendo las escaleras hasta mi piso, donde entro. Antes de empezar a trabajar,
guardo las plantas que recogí anoche en su sitio, un pequeño espacio debajo de
una de las losas del suelo del salón. La losa encaja perfectamente y no se nota
que, en realidad, es una tapa para el escondrijo.
Después saco todos los papeles. Todos los listados
de nombres de la gente de mis tropas, y los informes que tengo sobre ellos. Los
mapas de la ciudad. Los de las cataratas más allá. Los del poblado de dentro de
las cataratas. Todo lo que tengo y me pueda ser útil.
Han pasado un par de horas y estoy planificando el
quinto grupo de patrulla nocturna cuando oigo a alguien llamar a mi puerta. Me
levanto y abro inmediatamente. Unos ojos marrones como los míos, rodeados de
una piel tan negra como la mía, me miran con sorpresa nada más abro.
-Oficial Uurya, ¿qué quiere?
-Oh, vamos, capitana, no hace falta que sea tan
formal conmigo – dice, sonriendo, y entrando en mi casa. Cierro la puerta según
pasa.
Camina por encima de la losa especial. Su paso suena
algo vacío por un instante. Apenas se nota, y sé que no tengo nada de lo que
preocuparme cuando se sienta en un sillón con toda tranquilidad y añade:
-¿Y bien? ¿Qué tal va el tema de la brigada
antidroga?
-¿Cómo te has enterado? – pregunto, porque es algo
que no he comentado a nadie.
-Las noticias vuelan en la gran ciudad.
-Estoy organizando patrullas para identificar y
expulsar a los adictos – explico, cruzándome de brazos.
-Siempre ha sido buena planificando. ¿Estoy en
alguna?
-Estás en la mía.
-Espere, ¿va a participar? Es la capitana, no le
hace falta.
-Tengo que estar ahí con vosotros. Soy un líder. Los
líderes luchan al lado de los suyos – explico mientras me siento.
-Es más un jefe que un líder, o así es como todos
ven el puesto de capitán. Pero nadie sabe más que usted en esto, así que…
-A ti te gustaría ser capitana algún día, ¿verdad? –
le pregunto, mirándola directamente a los ojos.
-Bueno, sólo cuando se jubile – responde, esbozando
una media sonrisa.
-El asunto es que te veo con madera. He estado
revisando tus informes. Has ascendido muchos puestos en pocos años, tienes
varios méritos, dirigiste satisfactoriamente un par de misiones de riesgo… no
está mal, Uurya – digo mientras miro sus papeles.
-Gracias, capitana.
-Quizá te considere como sucesora. Tengo a varios en
esa lista ya, pero nunca se sabe, y todavía me quedan unos cuantos años.
-Muchísimas gracias.
Nos quedamos en silencio. Al cabo de unos minutos le
ofrezco algo de beber. Saco una de las botellas de vino que nunca bebo y sirvo
un poco para ambas. Lo tomamos en un silencio que queda interrumpido de vez en
cuando por algún comentario insustancial sobre el bonito día que hace hoy, o lo
loco que estuvo el tiempo la semana pasada, o el último condenado a caer por
las cataratas; hasta que la oficial dice por fin lo que ha venido a decir:
-Capitana, estoy preocupada por los casos de
drogadicción dentro del cuerpo militar.
Doy el último trago a mi copa antes de contestar:
-¿Qué es exactamente lo que te preocupa?
-Que se les expulse de la ciudad con las nuevas
medidas. Sé que son casos aislados, pero son compañeros, tienen a sus familias
aquí – me explica.
-Querida Uurya, el que toma kirey sabe a lo que se
arriesga, más aun si es militar.
-Ya, supongo que sí…
-Todos sabemos que es una droga que, una vez se
prueba, es imposible dejar de consumirla. Demasiado adictiva. Y todos sabemos,
también, que está prohibida. Dentro de poco todos sabrán que provocará el
destierro. Y tendrán que esconderse muy bien o irse por su propio pie.
-Ya…
-No te preocupes, Uurya – digo, levantándome – Las
cosas irán bien.
Doy un par de palmaditas en su hombro, y cuando me
mira, le guiño un ojo. Después de unos segundos de silencio, se ofrece a
ayudarme con la planificación, y acepto su ayuda. Al fin y al cabo, ella
también es buena en lo que hace.
***
Cuando levanto la vista del papel, descubro a Uurya
mirándome. Ha pasado varias veces en la última hora y media. No sé si está
desconcentrada o qué, pero su manera de mirarme hace que me sienta un tanto
incómoda. No quiero decirle que se vaya porque estoy trabajando al doble de
velocidad que cuando trabajo sola, además de que tiene buenas ideas, pero cada
vez que veo cómo me mira, no puedo sino desconcentrarme.
Vuelvo a mirar el papeleo, un mapa de la zona de los
campos de kirey. Señalo una serie de casas y propongo una de las patrullas que
hemos planeado. La oficial responde que le parece bien pero que se podrían
mejorar algunas cosas.
Es entonces cuando levanto la vista de nuevo, y
descubro que ya no me mira. Que ahora estoy mirándola yo. De pronto entiendo,
quizá, por qué me miraba así. Veo sus ojos marrones, redondos, concentrados en
el papel. Su ceño fruncido, su piel iluminada por los últimos rayos de sol que
entran por la ventana, sus labios negros moverse según habla.
Entonces alza la cabeza y me mira. Deja a medias la
frase y nos quedamos mirándonos la una a la otra unos segundos. Reacciono. Mis
músculos se tensan y tomo aire, y luego regreso a lo que estábamos haciendo, respondiendo
a lo que ella decía, hasta que siento su mano acariciar mi hombro.
-Capitana, relájese.
-Quita esa mano de mi hombro – digo muy seriamente,
y ella obedece de inmediato - ¿Te crees que no me he dado cuenta de cómo me
mirabas?
-¿Cómo me ha mirado usted hace un instante? –
replica ella.
-¿Insinúas algo? – pregunto, mirándola directamente
a los ojos.
-No, pero quiero decir, no se enfade conmigo por
cosas que usted misma hace.
-Sí que insinúas algo.
-Lo que quiero decir es que hay una inevitable… conexión
entre nosotras – explica, y me yergo de inmediato respuesta a replicar, pero
ella continua - ¿Recuerda el día que nos conocimos? Subí aquí para saludar, por
un lado porque la admiraba, por otro porque es de buena educación entre
vecinos. Y aunque me habían contado que usted era arisca, distante, me dejó
pasar. Me dio vino, como hoy. Estuvimos charlando.
>>Pensé que quizá sólo eran rumores, pero
descubrí más tarde por cómo trataba a otros que no era así. Usted estaba siendo
distinta conmigo, y sin ninguna razón en especial. Y es por esa… conexión.
Siempre que estamos juntas, puedo sentirla.
Me quedo mirándola, sin saber bien qué decir. Sus
labios, lentamente, esbozan una sonrisa amplia. Pero yo me niego a creer que
existe esa conexión entre nosotras. No debe existir. No puedo dejar que exista.
Y sin embargo, aquí estoy, sin poder apartar los ojos de su boca.
Frunzo el ceño y me levanto rápidamente. No puedo
permitirme esa… conexión. Ya estoy metida hasta el cuello en otras cosas como
para buscarme más problemas. Sin embargo, ella me agarra la muñeca. Su piel es
caliente y áspera, como la mía. Se levanta, la oigo, pero no me giro para
mirarla.
-No podemos – digo escuetamente.
-Son ya meses de visitas inesperadas a la casa de la
otra, capitana. Meses de miradas absurdas y poner cualquier excusa para vernos
y charlar – responde, subiendo la mano por mi brazo.
-La homosexualidad está condenada con la muerte,
oficial – argumento, esta vez lanzándole una rápida y seria mirada.
-Es usted la que ha dicho la palabra.
Su mano llega hasta mi hombro, pasando por encima de
la chaqueta, y luego hasta mi cuello, tocando de nuevo mi piel. Un escalofrío
me recorre, poniendo hasta el último de mis cabellos en guardia. Sigo mirando a
sus ojos, pero noto mi mirada relajarse, y pronto estoy mirando a sus labios
otra vez.
Antes de que pueda darme cuenta de lo que hago,
estoy agarrándola de la cintura, pegando su cuerpo todo lo que puedo al mío.
Ella pasa los brazos por mis hombros y tenerla tan cerca, poder incluso oler su
piel, me hace perder la cabeza. Me lanzo a por sus labios, terminando de romper
la constante tensión, conexión... atracción que ha habido entre nosotras.
Son suaves, húmedos, anchos. Los muerdo y los beso,
y disfruto de ellos todo lo que puedo. La pasión me llena más a cada segundo, y
acabo por levantarla. Pasa sus piernas alrededor de mi cadera, y camino un par
de pasos antes de apoyarla en el escritorio, tirando unos papeles y aplastando
otros.
Entonces paso de sus labios a su cuello, y es cuando
la oigo preguntar:
-¿Es tan agresiva para todo, capitana?
Levanto la cabeza, pegando mi frente a la suya,
siguiendo las curvas de su cuerpo con las manos. Sus ojos están llenos de
prohibida lujuria.
-Si no lo fuera, no sería capitana – respondo.
Se ríe suavemente, socarrona. Yo me vuelvo a perder
en su cuello, y en toda ella, hasta que más tarde, cuando se va, sólo queda mi
desnudez y el recuerdo de mi nombre, mi verdadero nombre y no el formal
“capitana”, susurrado por sus labios en mi oído.
***
Es de madrugada y vuelvo a estar fuera. Esta vez no
camino por las calles ocultándome en las aun más oscuras sombras de la noche.
Esta vez no tengo que hacer nada más que esperar en el mismo sitio de siempre.
Los minutos pasan despacio hasta que llega el primero. Me hace la seña que
todos hacen y me muestra su escudo en la chaqueta. Policía militar. Le doy un
tallo de kirey y se marcha.
Es la única manera que tengo de mantener a raya a
los drogadictos dentro de mi propio sector. No puedo dejar que ninguno de ellos
sea expulsado de la policía. Serían años de entrenamiento y experiencia perdidos.
Defender esta ciudad de sí misma es más complicado de lo que cualquiera podría
pensar en principio.
Así que algunas noches salgo a buscar kirey, y otras
noches, a las mismas horas en los mismos sitios, lo distribuyo entre mis
propias tropas. Les doy cierta cantidad en cierto momento, así no tienen que
buscar más, no tienen que hacer nada. Sólo consumirla. Racionarla para ellos
mismos.
El segundo llega. La seña. El escudo de la chaqueta.
Otro tallo de kirey que pasa de mi mano a la suya. Otro militar que se marcha
rápidamente con las manos metidas en los bolsillos.
Así pasan las horas, lentamente, con gente que
aparece un momento frente a mí y luego desaparece. Hasta que aparece alguien
nuevo. Hace la seña. Muestra su escudo. Le paso la droga y es al tocar su piel
cuando me doy cuenta de que es de mi raza. Piel áspera, no suave como la de un
natural de la ciudad.
Respiro más profundamente y ahí está. Su olor.
Está a punto de irse, con el tallo en la mano,
cuando agarro su chaqueta. Tiro de ella hasta que su espalda choca contra la
pared que tenía tras de mí. Como anoche, tengo a alguien acorralado. Miro con
atención sus rasgos. Mujer. Ojos marrones, redondos. Está asustada.
La aparto con fuerza de la pared y le doy un empujón
en el hombro que hace que casi se caiga. Me mira un segundo antes de echar a
correr. Yo, por mi parte, tampoco me quedo mucho más.
***
Irrumpimos en el edificio abriendo la puerta de una
patada. Una mujer que estaba a punto de salir se sobresalta y se echa a un
lado. La ignoramos. Subimos las escaleras hasta el tercer piso y repetimos lo
de la puerta. Dentro nos encontramos a dos drogadictos, ambos mascando.
La operación termina rápido. Los arrestamos.
Confiscamos la droga. Les hacemos escupir lo que masticaban. Los llevamos a
calabozo, donde esperarán hasta ser juzgados.
Esto se repite varias veces hasta que atardece. Hoy
es el primer día de operaciones. Los días anteriores nos han llegado rumores
sobre lugares en los que podría haber drogadictos o distribuidores de kirey, y
hoy tanto mi grupo como otros hemos empezado a registrar casas.
Cuando llego yo a la mía, dejo el poco kirey que he
podido robar durante las operaciones en su correspondiente escondrijo. Luego
vuelvo al trabajo. Reviso lo previsto para mañana, los planes y los planos,
hasta que oigo unos nudillos chocando contra la puerta.
Abro y, por supuesto, es Uurya. No he hablado con
ella más de lo necesario desde nuestro último encuentro. Ella entra, como
siempre, con sus sonrisas y su ánimo relajado. Cierro la puerta con cuidado
antes de acercarme a ella por la espalda. Se gira sonriéndome y la agarro de
los hombros.
-¿Qué haces consumiendo kirey? – le pregunto.
-¿Perdón? – responde ella, frunciendo el ceño.
-Te vi. Eras tú – aprieto más sus hombros.
-Capitana, me hace daño.
-¿Qué va a hacer usted si la destierran? ¡También
está en el ajo! ¡Y no hace ningún bien distribuyendo! – responde, empujándome,
liberándose de mi agarre.
-Tienes que dejarlo.
-Deje usted de repartirlo.
-Lo hago por vosotros, para que no os expulsen.
-Entonces siga con ello, pero desde luego no se
ponga así conmigo cuando todo puede seguir igual que siempre.
-Todo seguiría igual que siempre si pensara que no
consumes.
-Olvídese de ello entonces.
-No es tan fácil – digo, acercándome – No hay nadie
que sea importante para mí. La única excepción eres tú, y no puedo dejar que
consumas. El kirey podría arruinarte la vida.
-O podría no hacerlo.
Contengo un suspiro y me alejo un paso, dándole la
espalda. Los malditos drogadictos no dejan su adicción por nada en el mundo,
pase lo que les pueda pasar. Miro al frente, pensando en que, efectivamente,
todo podría seguir igual. Pero no quiero que Uurya consuma. No quiero que sea
una drogadicta. Supongo que ya es tarde para eso, pero es tan…
Como la última vez, vuelvo a sentir su piel áspera
tocando la mía. Mi mano. Vuelve a ascender por mi brazo hasta mi cuello. Hace que
vuelva a relajarme y que mi piel se erice. No puedo evitar girarme y pasar las
manos por su cintura. Ella vuelve a apoyar sus brazos en mis hombros.
-Déjelo estar, capitana – me susurra, y no aparto
los ojos de sus labios – Siga con lo que ha estado haciendo. Los únicos
consumidores que quedarán serán militares. Usted nos está protegiendo a todos,
y también a las gentes de esta ciudad.
-Lo pensaré.
Sonríe y luego me besa con suavidad. El tacto de sus
labios me pierde completamente. Dejo de pensar en todas mis responsabilidades.
Es entonces cuando irrumpen en mi casa. Ella se
aleja de mí y empieza a gritar. No entiendo qué está pasando, hasta que estoy
fuera del edificio, agarrada por unos cuantos policías militares como yo, y me
doy cuenta de que ha sido algún tipo de emboscada.
***
-¡Capitana! ¡Se la ha condenado culpable de crímenes
de lesbianismo por intentar violar a la Oficial Uurya y de distribución de
kirey entre los propios militares! ¡Su castigo es, por tanto, la muerte por
caída desde las cataratas! ¿Prefiere saltar o ser empujada?
Miro al juez, que ha venido aquí esta mañana junto
con un buen puñado de la población de la ciudad, el rey y todo su séquito, y
algunos policías militares. Me mira con desprecio, tal y como hacía en el
juicio en el que no tuve ninguna oportunidad de defenderme o ganar.
-Prefiero saltar – le contesto.
Fue todo una emboscada. No sé cuándo ni cómo lo
descubrió, pero Uurya sabía que distribuía droga. Supongo que era un rumor
extendido en la policía militar. Normal. Para comprobarlo sólo tuvo que seguir
los rumores y encontrarme por la noche.
Lo de mi homosexualidad supongo que lo dedujo porque
jamás he tenido un marido o siquiera una pareja, y eso en una mujer de mi edad
es cosa extraña. Y así consiguió lo que necesitaba. Siendo oficial pudo
organizar un pequeño grupo, les dijo a qué hora irrumpir en mi casa y empezó a
hacer como si intentara violarla. Luego lo del kirey vino solo.
-¿Desea decir unas últimas palabras?
Fui muy estúpida al decirle que la había visto
aquella noche. Nunca antes lo había hecho y de pronto aparece. Y tampoco le vi
consumir el tallo. Sólo se lo llevó.
Miro un segundo al juez, que sigue con su cara de desprecio.
Luego miro al rey y agacho la cabeza, pidiéndole disculpas en silencio. Sé que
confiaba en mí. También miro a algunos soldados consumidores que han venido a
verme. Ellos no me miran con desprecio. Están preocupados, asustados ante lo
que les pueda pasar. También agacho la cabeza ante ellos, no voy a poder
protegerles más.
Entonces encuentro a Uurya entre la multitud. Ella
se va a quedar con mi puesto, al fin y al cabo, ha sido un mérito muy
importante. Me sonríe, y a pesar de que lo hace con maldad, sigue siendo una
sonrisa preciosa.
Pero es al ver sus comisuras bajar cuando me doy
cuenta de que está masticando. Muy suavemente. Muy lentamente. Muy sutil.
-¿Capitana? – me apremia el juez.
-Sólo quiero decir que la próxima capitana está
consumiendo kirey – digo, mirándola a los ojos mientras la señalo con un
movimiento de cabeza.
Sus orbes redondos, marrones, se abren tantísimo que
sus párpados casi desaparecen. Su sonrisa se desvanece en su totalidad y deja
de mascar.
Yo me tiro de espaldas hacia las cataratas justo en
el segundo en el que las órdenes de abalanzarse sobre ella empiezan a surgir de
varias gargantas, a gritos. Por mucho que caiga, por mucho que la cascada
ensordezca mis oídos, por muchos alaridos que haya fuera del agua, el único
sonido que puedo escuchar al final es el de los dientes mascando. El de sus
dientes al mascar.
Es todo y lo único que queda.
..............................................................................................................................................................................
Blog oficial: Reivindicando Blogger
Relato anterior: Oroset de Onrete, por Eternal Fighter
Relato siguiente: Donde nadie va, por L.M.
..............................................................................................................................................................................
Blog oficial: Reivindicando Blogger
Relato anterior: Oroset de Onrete, por Eternal Fighter
Relato siguiente: Donde nadie va, por L.M.
Woah, esto es bueno. Mañana voy a tener que leerme el anterior y el siguiente
ResponderEliminarC
G
M
¡Me alegra que te guste! :D
EliminarY seeh, lee el resto de relatos si te apetece. Si se creó este proyecto fue para dar a conocer blogs pequeños, como éste, a base de enlazar unos relatos con otros ;) ¡Espero que te gusten los del resto de participantes!
Muchas gracias por leer y comentar, como siempre. Eres una maravilla de seguidora.
¡Un abrazo muy fuerte!
%/$/&#%&"$(=&(/$#"$(&=(?(?)(¡)=(/)/)/()/?????!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
ResponderEliminar...
...
...
!!!!!!!!
(Espera un momento. Estoy recuperando la cordura. *respirando agitadamente* !!!!!!!!!!!??????!!!!!!!!!!!)
¡MALDITA DESGRACIADA! ¡Y YO QUE ESTABA PENSANDO EN UN NOMBRE DE PAREJA! *Sacude puño* *saca tenedor gigante* ¡QUE LE CORTEN LA CABEZA, QUE LE CORTEN LA CABEZA! ¡AAAAAAAAAHHHHHHHHHH!
Ugh.
Desgraciada.
Traidora.
DESSSSSSGRACIAAAAAAAADAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA
Me da pena por la capitana, pero al menos tuvo su venganza. ¡MUAHAHHAHAHAHA!
-Pao
¡Pues claro que tuvo su venganza! Que la capitana no es tonta, por algo es capitana. Y también es agresiva, no se iba a quedar de brazos cruzados ante algo así.
EliminarY bueno, puede que no le corten la cabeza, pero seguramente tendrá que tirarse por las cataratas (o ser empujada, depende de lo cobarde o valiente que sea xD).
Aaaaay, qué pena lo del nombre de pareja xD Pero bueno, ya crearé más parejas, de eso no te preocupes ;3
Muchísimas gracias por el comentario, Pao, y por leer ^^ ¡Eres estupenda!
Un abrazo enormísimo para ti :3
Me ha encantado!! <3
ResponderEliminar