22 ago 2016

La argamasa

Tiempo.

La argamasa apareció un día como cualquiera anterior en el pueblo tranquilo, de madrugada. Se paseó por las calles empedradas con una lentitud extraña, pesada, y algunos vecinos despertaron sintiéndose incómodos en su propio cuerpo. Se vieron obligados a pasear por su casa para, a saber, beber agua, echarse agua por encima, abrir el grifo para ver el agua correr, oír el agua correr. Luego volvieron a sus camas y durmieron a ratos.

A la mañana siguiente, la argamasa seguía en el pueblo, recorriendo cada metro del mismo. Los habitantes la miraban sin saber muy bien qué era aquella masa informe que no sabían si se arrastraba o flotaba. Podían concluir que era gris, aunque cambiara de tono, que parecía tangible, que la luz del sol la descubría como traslúcida. Cuchicheaban entre ellos, evitando a lo que llamaron el ser. Si lo veían en un callejón, cambiaban el recorrido.

Era ya de noche cuando la reunión con el alcalde terminó y todos buscaron a la argamasa, que parecía esperarlos, quieta pero retorciéndose en la plaza principal. Habían acordado tratar de comunicarse con ello, pero fue en vano. Trataron de echarla. Incluso la tocaron para descubrir que sólo se movería por voluntad propia, no ajena. El segundo plan surgió entonces: volverían a sus casas, descansarían, pensarían nuevas ideas y, ya mañana, las pondrían en común.

Pasó una semana y la argamasa seguía entre ellos.



Animales.

Los gatos callejeros se colaban entre los tobillos de los vecinos y se subían a cualquier lugar para observar a la argamasa. Iban en grupos, cosa rara, saltaban de un lado a otro y sus ojos atentos de pupilas afiladas seguían esa presencia día a día, desde las alturas. Sus compañeros los perros hacían similar desde los balcones de sus dueños, sólo que no podían evitar ladrar, algunos furiosos, otros juguetones. Los perros viejos siempre se tendían al lado del ser, apacibles.

El pueblo se llenó de palomas, periquitos, gorriones y otros tantos pájaros. Se acercaban a la argamasa y revoloteaban a su alrededor. El alcalde tuvo que llamar a sus contactos para librarse de tanto ser alado. La nueva gente que vino a echarlos siquiera se fijaron en la argamasa más que dos o tres segundos, con cierto gesto contrariado, luego hicieron su trabajo. Cuando los pájaros se marcharon, les siguieron los gatos, más tarde los perros.

El pueblo se llenó de los sonidos humanos y dormir se volvió una tarea complicada.



Niños.

Jugaban con palos y piedras, con juguetes de madera. Hacían trineos precarios con los que se lanzaban calle abajo, la mayoría de las veces acababan con heridas, astillas en las manos y dejando atrás pedazos de madera y metal que recogían después para hacer un nuevo trineo. Se perseguían los unos a los otros, lloraban, gritaban, reían, se burlaban. Entraban en sus casas sólo para comer, cenar, bañarse y dormir.

Eran los únicos que todavía pensaban en la argamasa. Hacían expediciones por el pueblo para encontrarla, la seguían, pensaban teorías que los adultos jamás imaginarían, le lanzaban piedras, hablaban con ello, algunos lo consideraban Dios. El Dios del que habían oído hablar y al que rezaban en la escuela y en misa y antes de dormir, de rodillas al lado de la cama, de rodillas en medio de la callejuela, los codos apoyados en el colchón, los codos hundiéndose en la masa del ser.

Algunos adolescentes se dieron cuenta y les guardaron el secreto del misticismo.



Mujeres.

Ya no evitaban a la argamasa, sólo la ignoraban. Si la encontraban en una calle, pasaban por su lado sin saludar, hacían vida normal, y la sensación de incomodidad desapareció sin que tuvieran que esforzarse. Las conjeturas se apagaron, la bruja local paró en su búsqueda de respuestas, el alcalde tenía asuntos más importantes que atender, la vida les pedía que continuaran con ella y obedecían. En las calles se vivía como siempre, sólo que a veces junto a una presencia incomprensible.

Un vecino giró una esquina una mañana, yendo a comprar el pan, y encontró a la mujer de otro, en camisón corto, quieta al lado de la puerta de la panadería. Era una mujer todavía joven y por el interior de su muslo se deslizó una gota de sangre, rápida, hasta la rodilla. El hombre retrocedió medio paso al ver una masa negruzca que cayó entre los pies de la mujer, el sonido húmedo contra el empedrado. Ella levantó la cabeza y en su mirada había una tranquilidad inhumana.

Alguien salió de la panadería, la agarró del brazo y la arrastró a casa.



Fantasmas.

Un coche se acercó al pueblo. Dentro sonaban las risas y estómagos hambrientos de una familia cualquiera. Pensaban parar en el pueblo, comer, descansar un rato y retomar el viaje de vuelta a casa. Habían parado en ese mismo lugar durante el viaje de ida y les había encantado la copiosa comida. El sol los azotó con sus rayos cuando entraron por la carretera principal, pero no tanto como el ambiente silencioso, pesado, costaba incluso respirar.

Decidieron no pararse cuando el perro despertó de su sueño y se levantó para mirar por la ventana, las orejas tensas, el rabo quieto. Sus cuerpos se llenaron de una incomodidad pegajosa, una pesadez en la cabeza, las risas cesaron y no podían pensar en el hambre. Miraron las calles vacías en su recorrido, a la adolescente le pareció ver que se cerraba una ventana, la sensación se quedó con ellos hasta que llegaron al pueblo siguiente y consiguieron comer un poco.

La argamasa flotaba sobre el pueblo, estática, gris, retorcida, traslúcida, y no se dieron cuenta.




Artista de la imagen fraccionada: Matthew Griffin. 

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